Todos tenemos obsesiones. Algunos más que otro. Las hay de varios tipos. Podemos tenerlas de forma consciente, dándoles de comer asiduamente y dándoles el calor necesario para que vayan creciendo de forma amenazante provocándonos un temor interior a deshacernos de ellas que impide que accionemos el freno, lo que provoca, en última instancia, que se conviertan en una noria sin retorno de la que sólo podemos presumir de saber de su existencia o girar y girar en medio de nuestra propia negaciónde la evidencia. Por otro lado, existen otras que beben de la oscuridad, que se cobijan en la sombra de nuestras entrañas y sólo asoman la cabeza cuando menos lo esperamos, dejándonod con una incertidumbre que nace en la boca del estómago y se extienden de forma espiral hasta abarcar de forma plena todo nuestro pensamiento.
Yo tengo de todas formas y colores. Y soy plenamente consciente de ello. ¿Para qué nos vamos a engañar?
Una de estas obsesiones que pertenecería a las del segundo grupo gira en torno a la senectud. No puedo evitar experimentar una extraña zozobra cuando me paró a pensar detenidamente en la última de nuestras etapas en la vida. Me estremezco de miedo. Y es entonces cuando aparecen en mi cabeza mis dos lazos en vida con dicha edad: la Yaya y la Abuelita (las nombro como suelo llamarlas, y lo hago así porque me sale de los cojones). Es en estos pensamientos cuando comparto sus miedos, o los que creo que pueden ser sus miedos, cuando escucho el silencio de los segundos que pasan, las miradas a los escenarios estáticos, la espera. La situación de ambas es diferente. La Yaya está en una residencia y cada vez que lo pienso se me revuelve el estómago, detesto con todas mis fuerzas estos aparcamientos de seres queridos. Puede que tengan una función social en determinados casos pero en la mayoría de las ocasiones son soluciones fáciles y cómodas a la par que repugnantes. No quiero ni oír hablar en la posibilidad de que un día aquellos que me dieron todo pudiesen terminar sus días en una residencia. Lo dejo por escrito. No son cárceles, no, pero tampoco paraísos afrodisíacos. Cuando piso una residencia, que en los últimos tiempos suele ser de forma bastante asidua con el objeto de visitar a la Yaya, estas obsesiones se multiplican y me invade una pena compartida con un puñado de desconocidos con los que por momentos creo ver compartir algo que veo reflejado en la profundidad de cada una de sus miradas. Siento vergüenza por la sociedad en la que vivimos y me siento profundamente responsable por no hacer nada para cambiarla. Siento un profundo dolor difícil de describir.
Podría hacer mucho más por ella. Podría llamar mucho más a menudo a Abuelita, podría hablar más con ella cuando estoy en Calabrez... A la Yaya la llamo todos los días por aquello de que su soledad es más evidente pero... ¿hasta qué punto nuestras conversaciones no terminan siendo huecas?
Y tirando del hilo llego a otra obsesión, posiblemente a la madre de todas mis obsesiones: la soledad. O más bien, el miedo a la soledad. Es esa soledad de nuestros viejos la que me precipita en un abismo imaginario en el que me situó completamente en su yo más interior y me horrorizo. Lo cual no deja de ruborizarme de forma inevitable.
Tengo más obsesiones, muchas más, os hablaré de ellas cuando me apetezca.
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