De nuevo, te sorprendiste observando la dulce comisura de sus labios; deslizaste, con delicadeza, la mirada para detenerte con disimulo en unos irreverentes senos que aspiraban a eclipsar a la mismísima esfera solar. Sonrió. Justo en ese instante ella te dio la espalda. Quizá había llegado el momento de mirar hacia otro lado. Un pequeño gesto, casi imperceptible, te hizo cambiar de opinión. Fue una leve inclinación hacia delante, probablemente para observar algo con mayor precisión, que tuvo como consecuencia más inmediata el tenue pero significativo abrazo que el ligerísimo vestido de algodón le propinó a sus carnes. Éstas, por momentos, parecieron crecer en volumen y atractivo; aunque en realidad tan sólo se tratase de un sencillo efecto óptico provocado por la maliciosa travesura de los cortos retales que dejaban casi sin secretos a sus piernas adolescentes.Notaste un pulso acelerado en la sien. Tu parada acababa de pasar. No te importaba. Ella se giró con brusquedad, no había duda, sabía que la estabas mirando.
No supiste detenerlo a tiempo. Pudiste haber agachado la cabeza o disimular nervioso. Pero no lo hiciste. La miraste expectante a los ojos, sin deseo, tan sólo esperando paciente su decisión, dispuesto a aceptar tu destino. Justo en ese momento volvió a sonreír. Su boca entreabierta te terminó de hechizar.Supiste que estabas perdido conforme se inclinaba para coger la mochila que sujetaba entre sus piernas. Poco a poco tus retinas fueron drogándose desmesuradamente con cada centímetro prohibido descubierto. Pudiste ver lo inimaginable. Sus pechos te miraban en plena libertad y tu conciencia, anulada, se postraba devota como si ese gran pezón rosado fuese la verdadera razón del existir. Ella seguía sonriendo.Se levantó, vetándote de nuevo sus secretos, se colgó la mochila sobre un hombro y se bajó del autobús con agilidad felina. Detrás saliste tú. Caminaste tras ella, guardando la distancia, esperando quién sabe qué. Poco después, no sabrías determinar con mayor exactitud, giró a la derecha y todo adquirió una velocidad desbordante. Se puso de puntillas rozando tus labios con su nariz. Fue entonces cuando llegó el primer puñetazo. El segundo no se demoró. Ni el tercero.Desde el suelo tan sólo escuchabas risas e insultos. No sabes cuántos eran. No sabes cómo eran. No sabes… Tan sólo recuerdas una voz: “Otro gilipollas que se va caliente a casa”. Su voz era inocente y edulcorada.
viernes, 18 de enero de 2008
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1 comentario:
Un final inesperado en un mini-relato cargado de erotismo. Me gusta.
Creo que vas a poner a todo el mundo a mil, jajajja, espero que el puñetazo del final no aleje a tus lectores y que tus letras hipnoticen como la chica del autobús.
Ya espero el siguiente relato.
Hasta el lunes.
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