Abrazaste la noche con una sombra de inquietud en la mirada. Quizá fuese la última.
Abriste de par en par tu sonrisa sin dificulad, y un leve gesto al tipo de la puerta sirvió para que permitiese tu entrada.
Luces llenas de oscuridad emborracharon tus sentidos. Aspiraste profundamente y te dirigiste decidida a la última de las barras, la menos concurrida.
Pediste una coca-cola que ni siquiera tocaste, estabas demasiado ocupada. Cuerpos sudorosos bailaban ante ti con desenfreno electrizante. No tardaste en reparar en él. Algo impreciso llamó tu atención, como siempre, en realidad pedías poco más.
Avanzaste sorteando la adusta bacanal que celebraba, nocturna, el reino de la mentira. Segura de tus movimientos. Segura de tus labios. Segura de tu fino cuerpo fielmente estilizado por el felino y diminuto vestido negro.
Mordiste su boca con avaricia y, tras unos minutos de ciego erotismo voluble y maleable, frenaste con brusquedad, le miraste con deseo y te marchaste dejando de lado cualquier atisbo de despedida.
Caminaste con la misma energía cargada de elegancia con la que llegaste. Las farolas, doblegadas ante el calor inconmensurable que guardabas con recelo, se fueron derritiendo a tu paso dejando a oscuras el cielo y el infierno.
Luego en casa sólo tú, nadie mejor que tú. Con la dulce sonrisa de lo saciado buscaste en la soledad del presente algo de calor que auyentase un frío mañana poblado de nubes negras, y memorias envenenadas, y miedos amoratados, y absurdos ventanales, y silencios almidonados, y tristes promesas incumplidas.
Mañana regresabas.