Hoy me levantado sudorosa, cansada e intranquila; creo que he soñado con algo de cuando era niña, aunque no lo recuerdo bien, nevaba y yo lo veía todo desde la ventana; pero luego el cielo enlutaba y una oscuridad asfixiante parecía ir acercándose poco a poco hasta mí llegando a dificultar mi respiración. Justo en ese momento me desperté. Y no he parado de pensar.
Nací un 17 de febrero de 1924, hacía frío, no lo puedo recordar pero seguro que hacía frío, sino no sería mi pueblo. Ahora las cosas han cambiado, puede hacer un sol primaveral en pleno mes de enero, mientras que en mayo puede ponerse a nevar. ¡A nevar!, es cosa de locos pero es la pura realidad, ayer por la tarde cayeron los primeros copos y así ha continuado hasta hace unos minutos. Aunque quizá arranque de nuevo. El tiempo está loco, creo haberme sorprendido a mi misma pensándolo en varias ocasiones. Tiene gracia, recuerdo perfectamente a mi abuelo diciendo una y mil veces que el mundo podía ponerse patas arriba pero por muchas cosas que cambiasen nunca podrían conseguir que en otoño los castaños se deshojasen y en agosto los melocotones estuviesen en su estado de máxima plenitud. Se equivocaba. El mundo estaba loco y lo sigue estando, pero su locura puede llevarse por delante lo humano y lo divino.
No es la primera vez que sueño con la nieve, es algo que me sucede desde hace varios meses; no siempre es el mismo sueño pero la nieve siempre está ahí.
La nieve cubriendo todo lo que abarcan mis ojos. Recuerdo que la primera nevada era la más emocionante, el gélido y pulcro manto helado nos condenaba a semanas de sufrimiento. Ahora es todo muy sencillo, afuera nieva mientras aquí dentro disfrutamos del caluroso abrazo de una calefacción constante y estudiada que no permitirá que nuestros dientes castañeteen o que nuestros pies y manos se amoratonen. Hace años los braseros intentaban que olvidásemos el frío con algo de éxito, sin embargo no era una tarea fácil ya que conseguía meterse por cada poro de tu piel y agarrarse a tus huesos para arañarte las entrañas y sumergirse en lo más profundo de tu alma hasta conseguir nublar tus pensamientos.
Mis padres vivían en una pequeña casa cerca de la Plaza Mayor, bueno, ahora es Plaza Mayor pero también ha sido Plaza de los Reyes Católicos, Plaza 14 de abril, Plaza del Generalísimo, y, desde hace unos años, no sé cuantos, Plaza Mayor. Aunque para nosotros siempre fue la Plaza, así, a secas. Nací en esa casa de una sola planta, en una enorme cama que prácticamente ocupaba todo el dormitorio. La cocina era el corazón de nuestras vidas, ahí se desarrollaba todo, ahí comenzaba la jornada y ahí se terminaba, todos los días lo mismo. Cuando venía alguna visita o alguna vecina pasaba con cualquier pretexto, la cocina era el lugar indicado para recibirles, atenderles, darles conversación… Pero no son palabras lo que me viene a la memoria, no, son imágenes. Mi madre sentada en su sillón de mimbre, cubierta de arriba a abajo por un negro inquebrantable que parecía querer exigir algo a alguien, con su perenne moño en redecilla que apresaba sus irisados cabellos y ese pequeño bastón que nunca le ayudó a andar, ella lo usaba para azuzar, para dirigir, para ordenar. Mi abuelo vestido de baturro, siempre con su faja y su chaleco, tirando de navaja con cualquier pretexto. Y mi padre… no, de mi padre no guardo muchos recuerdos.
La Guerra estalló siendo yo todavía una niña y no recuerdo absolutamente nada de ella. Únicamente el hambre… y el frío… ya los había sentido antes pero nunca con tanta intensidad. Esos son mis mayores recuerdos de la Guerra: el hambre, el frío y el cuerpo de mi padre tirado enfrente del ayuntamiento. Esa imagen no se me borrará en la vida.
Vinieron a avisar a mi madre, afuera estaba cayendo una de esas nevadas de las que se recuerdan durante años, yo no entendía qué pasaba pero salí corriendo detrás de ella, conforme íbamos llegando nuestros oídos se iban poblando de los llantos de otras viudas. Mi madre no tardó en unirse al coro más desgarrador que he oído en mi vida. Yo no decía ni hacía nada, sólo miraba, ¿qué otra cosa podía hacer?
No sé porqué fusilaron a mi padre, nunca nadie me lo explicó; eso me repetí día tras día intentando encontrar una razón que yo sola nunca podría hallar. Al día siguiente mi madre quemó toda la ropa que había en el armario, la de él y la de ella, además de un montón de papeles que tenía guardados. Se miró en el espejo, se cogió el pelo en un moño, se dio la vuelta y me dijo que a partir de entonces yo me tendría que encargar de las ovejas. Ella, como hasta ahora, atendería la tienda y se ocuparía de todo lo de la casa. No lo soportaba. Me ahogaba. Me sentía atada de por vida. Entonces lo desconocía pero el tiempo me ha enseñado que el futuro nunca nos trae lo que nosotros queremos. Había que sacar la casa adelante, no tenía ninguna duda al respecto y la madurez me golpeó siendo muy niña para decirme que los sueños debían quedar apartados. Primero había que comer, luego ya veríamos.
Cerraba los ojos y me veía paseando del brazo de un marido alto, guapo y con la cartera bien llena; un hombre que solucionase todos mis problemas, los económicos y los propios de una joven que cada vez era menos niña y que comenzaba a mirar fijamente a los ojos chispeantes del pecado. La noche que conocí a mi marido era día de fiesta, puede que fuese San Blas o quizá la Virgen de Agosto, no lo recuerdo bien. En mitad de la plaza habían colocado una pequeña tarima a la que se habían subido un trompetista, un chico con unos platillos y una esperpéntica cantante que parecía haber sido expulsada de todos los cabarets de segunda en los que habría trabajado. Recuerdo a una cuadrilla de chicos algo mayores que yo situada en primera fila, se reían mientras señalaban a la cantante, sus voces no tardaron en llegar a los oídos de todo el mundo, no paraban de insultarla. Habían bebido y se sentían intocables, eran jóvenes y fuertes, tenían toda la vida por delante y el tiempo de la preocupación había quedado atrás. No sé porqué lo hice pero me acerqué a ellos y les pedí que se callasen. Francisco, el más bestia de todos, se volvió hacia mí. Tenía los ojos inyectados en sangre y olía a alcohol. Su voz sonó contundente e intimidatoria: “Cállate, los hijos de los rojos sólo tienen derecho a vivir si mantienen su asquerosa boca cerrada”.
Ya había escuchado más veces eso de que mi padre era un rojo pero nunca pregunté lo que significaba. Tenía la certeza de que era algo que no se podía preguntar, algo que yo debería saber, pero nadie me lo había explicado.
Mi madre envejecía en la misma cocina de siempre, con la misma sombra de infortunio cruzando su semblante serio, el mismo moño, el mismo luto… Yo me había casado con el joven arrogante que le cruzó la cara al imbécil de Francisco, el incauto que durmió esa noche en el calabozo y al que su propio padre dejó de hablar por lo que había hecho. No sé si me enamoré por el golpe que derribó a aquel onagro apestoso, por su delicadeza al volverse hacía mi y preguntarme qué tal estaba segundos antes de que la porra de uno de los guardia civiles que acudieron inmediatamente chocase con violencia contra su cabeza manchando mi vestido blanco con su sangre, o por ir a esperarme al día siguiente al lavadero. Me acompañó hasta la puerta de mi casa y durante varias semanas fuimos el comentario de todo el pueblo. Tiempo después el cortejo terminó en boda.
Después de la Guerra la ley del silencio fue la orden no escrita que imperó en todas las casas. Nadie hablaba. El miedo, la vergüenza, el desencanto, la frustración, el dolor, la impotencia, el remordimiento… había muchas razones para no romper el silencio. Sin embargo yo quería saber. Puede que aprendiese a respetar ese silencio cuando mi madre me propinó una sonora bofetada el día que le pregunté el motivo de la muerte de mi padre. Me hizo jurar que nunca volvería a hablar de ese tema. Yo lloraba, lloraba y no comprendía nada.
Sabía que mi padre no había hecho nada malo, se lo había oído decir a mi madre cuando hablaba con Saturia, la vecina. Pero también sabía que había gente en el pueblo que decía que era un rojo. Yo podía desconocer lo que significaba aquello pero el menosprecio con el que lo decían no podía pasarme desapercibido. Desde muy niña me juré que nunca más pasaría por la plaza donde mataron a mi padre, la Plaza Mayor, justo enfrente del Ayuntamiento. Apenas tenía catorce años cuando me hice esa promesa y durante mucho tiempo la respeté más que a mi propia vida. Teníamos la casa cerca de la Plaza y para ir a comprar, si no quería pasar por ahí, tenía que dar un gran rodeo; pues tomé ese rodeo como mi camino habitual. Sólo falté a mi promesa en una ocasión, fue cuarenta años después.
A mi padre lo fusilaron por ser concejal republicano. Me lo contó José Luís, mi marido. La Guerra había comenzado unos días antes, Zaragoza ya pertenecía a los nacionales pero en mi pueblo, como en muchos otros, nada había cambiado. Ese día había pleno en el Ayuntamiento, los once concejales y el alcalde se quedaron boquiabiertos cuando la Guardia Civil irrumpió en el Salón de Actos. Eran conscientes de que ese momento podía llegar. La voz del sargento de la Guardia Civil sonó como un trueno amenazador, les exigían que le entregasen el mando del pueblo. Todos enmudecieron, no se lo podían creer, todo lo que se hablaba era cierto y estaba pasando ahí mismo. Justo en ese momento el alcalde se levantó, no era un hombre corpulento y su voz tenía mucha menos fuerzas que la del sargento, sin embargo, sus palabras mostraban serenidad y seguridad en si mismo: “Por el poder que me ha concedido la República les ordenó que me entreguen sus armas y abandonen la sala”. El sargento sonrió, levantó el brazo, apuntó y disparó. Al resto de concejales los fusilaron en la puerta del Ayuntamiento, para que lo viese todo el mundo.
Cuando conocí la verdad sobre la muerte de mi padre no pude evitar sentirme satisfecha de mi promesa. Nunca había vuelto a pisar la puerta de ese Ayuntamiento y no llevaba idea de volverlo a hacer.
El día que murió mi madre también nevaba. Conforme las campanas anunciaban la noticia con taciturnidad y letanía, mis ojos, pegados al cristal, observaban incrédulos cómo caían los primeros copos de nieve. La nieve me acompañó el día de la muerte de mi padre y, de nuevo, muchos años después, me presentaba su duelo en cuerpo presente. Es difícil llegar a convivir con una realidad como la muerte, de hecho dudo que alguna vez se aprenda. Nos la encontramos a nuestro alrededor durante toda nuestra vida pero nunca nos acostumbramos a ella. A pesar de que le llegue a todo el mundo. Hasta al Caudillo le llegó su hora, muchos pensaban que era inmortal y ya ves…
Tres años después llamaron a la puerta de mi casa. Era Andrés, uno de esos del PCE que llevaban toda la vida en la clandestinidad aunque todos sabíamos que era comunista. Me dijo que iba a haber elecciones en el pueblo, que por fin íbamos a poder elegir a nuestro alcalde y a nuestros concejales… la última vez que había sucedido esto mi padre había sido uno de los elegidos. Me pidió que fuese con ellos en la lista, que me presentase a las elecciones y que recogiese el testigo de mi padre. Yo permanecí callada, tal y como suelo hacer cuando no tengo nada que decir. Finalmente le prometí que lo pensaría.
José Luis no estaba de acuerdo pero yo ya lo había decidido. No sabía nada de política pero sabía lo que le habían hecho a mi padre. No era justo. Y quería que el pueblo me demostrase que creía que aquello había sido una injusticia.
El día de la toma de posesión del nuevo Ayuntamiento el Salón de Actos estaba lleno hasta la bandera. Todos los asientos estaban ocupados y la gente se amontonaba por los pasillos y se agolpaba en la puerta, el guirigay era ensordecedor. Fue mi único acto político, al día siguiente puse mi puesto en manos del Partido porque así lo habíamos acortado. Al ser la persona más mayor de todos los concejales, me correspondió hacer de Presidente en esta primera sesión. Cuando se pronunció mi nombre el Salón de Actos estalló en un efusivo aplauso que duró varios minutos, todo el mundo se levantó de su asiento, algunos de los presentes lloraban emocionados y otros lanzaban vítores e improperios contra el Régimen. Yo pensaba en mi padre.
El cáncer, la peor enfermedad que jamás ha conocido el hombre, se llevó a mi José Luís unos años después. A esas alturas ya no me sorprendió que en el cementerio comenzase a nevar. Hoy también nieva, puede que hoy sea a mí a quien le haya llegado la hora. Ya no tengo a nadie en este mundo, así que simplemente me dedico a ver pasar los días desde la ventana de la Residencia. A solas, siempre a solas. No me quejo, nunca me ha gustado hacerlo, todavía me queda la compañía de mis recuerdos y eso es un bien impagable. Aquí, en la Residencia, se ven muchas cosas, pero hay una que me parece insoportable, veo como se van desmigajando los recuerdos de otros hasta que quedan reducidos a la nada, parece que todo sigue igual pero un enorme vacío les convierte en otras personas… errantes por momentos.
Hoy miro por la ventana y veo caer los copos de nieve. No sé si serán los míos, es imposible saberlo, pero sí sé que hoy, o mañana, o pasado mañana moriré y que alguien, al mismo tiempo, se detendrá a mirar esa magia celestial llamada nieve.
Nací un 17 de febrero de 1924, hacía frío, no lo puedo recordar pero seguro que hacía frío, sino no sería mi pueblo. Ahora las cosas han cambiado, puede hacer un sol primaveral en pleno mes de enero, mientras que en mayo puede ponerse a nevar. ¡A nevar!, es cosa de locos pero es la pura realidad, ayer por la tarde cayeron los primeros copos y así ha continuado hasta hace unos minutos. Aunque quizá arranque de nuevo. El tiempo está loco, creo haberme sorprendido a mi misma pensándolo en varias ocasiones. Tiene gracia, recuerdo perfectamente a mi abuelo diciendo una y mil veces que el mundo podía ponerse patas arriba pero por muchas cosas que cambiasen nunca podrían conseguir que en otoño los castaños se deshojasen y en agosto los melocotones estuviesen en su estado de máxima plenitud. Se equivocaba. El mundo estaba loco y lo sigue estando, pero su locura puede llevarse por delante lo humano y lo divino.
No es la primera vez que sueño con la nieve, es algo que me sucede desde hace varios meses; no siempre es el mismo sueño pero la nieve siempre está ahí.
La nieve cubriendo todo lo que abarcan mis ojos. Recuerdo que la primera nevada era la más emocionante, el gélido y pulcro manto helado nos condenaba a semanas de sufrimiento. Ahora es todo muy sencillo, afuera nieva mientras aquí dentro disfrutamos del caluroso abrazo de una calefacción constante y estudiada que no permitirá que nuestros dientes castañeteen o que nuestros pies y manos se amoratonen. Hace años los braseros intentaban que olvidásemos el frío con algo de éxito, sin embargo no era una tarea fácil ya que conseguía meterse por cada poro de tu piel y agarrarse a tus huesos para arañarte las entrañas y sumergirse en lo más profundo de tu alma hasta conseguir nublar tus pensamientos.
Mis padres vivían en una pequeña casa cerca de la Plaza Mayor, bueno, ahora es Plaza Mayor pero también ha sido Plaza de los Reyes Católicos, Plaza 14 de abril, Plaza del Generalísimo, y, desde hace unos años, no sé cuantos, Plaza Mayor. Aunque para nosotros siempre fue la Plaza, así, a secas. Nací en esa casa de una sola planta, en una enorme cama que prácticamente ocupaba todo el dormitorio. La cocina era el corazón de nuestras vidas, ahí se desarrollaba todo, ahí comenzaba la jornada y ahí se terminaba, todos los días lo mismo. Cuando venía alguna visita o alguna vecina pasaba con cualquier pretexto, la cocina era el lugar indicado para recibirles, atenderles, darles conversación… Pero no son palabras lo que me viene a la memoria, no, son imágenes. Mi madre sentada en su sillón de mimbre, cubierta de arriba a abajo por un negro inquebrantable que parecía querer exigir algo a alguien, con su perenne moño en redecilla que apresaba sus irisados cabellos y ese pequeño bastón que nunca le ayudó a andar, ella lo usaba para azuzar, para dirigir, para ordenar. Mi abuelo vestido de baturro, siempre con su faja y su chaleco, tirando de navaja con cualquier pretexto. Y mi padre… no, de mi padre no guardo muchos recuerdos.
La Guerra estalló siendo yo todavía una niña y no recuerdo absolutamente nada de ella. Únicamente el hambre… y el frío… ya los había sentido antes pero nunca con tanta intensidad. Esos son mis mayores recuerdos de la Guerra: el hambre, el frío y el cuerpo de mi padre tirado enfrente del ayuntamiento. Esa imagen no se me borrará en la vida.
Vinieron a avisar a mi madre, afuera estaba cayendo una de esas nevadas de las que se recuerdan durante años, yo no entendía qué pasaba pero salí corriendo detrás de ella, conforme íbamos llegando nuestros oídos se iban poblando de los llantos de otras viudas. Mi madre no tardó en unirse al coro más desgarrador que he oído en mi vida. Yo no decía ni hacía nada, sólo miraba, ¿qué otra cosa podía hacer?
No sé porqué fusilaron a mi padre, nunca nadie me lo explicó; eso me repetí día tras día intentando encontrar una razón que yo sola nunca podría hallar. Al día siguiente mi madre quemó toda la ropa que había en el armario, la de él y la de ella, además de un montón de papeles que tenía guardados. Se miró en el espejo, se cogió el pelo en un moño, se dio la vuelta y me dijo que a partir de entonces yo me tendría que encargar de las ovejas. Ella, como hasta ahora, atendería la tienda y se ocuparía de todo lo de la casa. No lo soportaba. Me ahogaba. Me sentía atada de por vida. Entonces lo desconocía pero el tiempo me ha enseñado que el futuro nunca nos trae lo que nosotros queremos. Había que sacar la casa adelante, no tenía ninguna duda al respecto y la madurez me golpeó siendo muy niña para decirme que los sueños debían quedar apartados. Primero había que comer, luego ya veríamos.
Cerraba los ojos y me veía paseando del brazo de un marido alto, guapo y con la cartera bien llena; un hombre que solucionase todos mis problemas, los económicos y los propios de una joven que cada vez era menos niña y que comenzaba a mirar fijamente a los ojos chispeantes del pecado. La noche que conocí a mi marido era día de fiesta, puede que fuese San Blas o quizá la Virgen de Agosto, no lo recuerdo bien. En mitad de la plaza habían colocado una pequeña tarima a la que se habían subido un trompetista, un chico con unos platillos y una esperpéntica cantante que parecía haber sido expulsada de todos los cabarets de segunda en los que habría trabajado. Recuerdo a una cuadrilla de chicos algo mayores que yo situada en primera fila, se reían mientras señalaban a la cantante, sus voces no tardaron en llegar a los oídos de todo el mundo, no paraban de insultarla. Habían bebido y se sentían intocables, eran jóvenes y fuertes, tenían toda la vida por delante y el tiempo de la preocupación había quedado atrás. No sé porqué lo hice pero me acerqué a ellos y les pedí que se callasen. Francisco, el más bestia de todos, se volvió hacia mí. Tenía los ojos inyectados en sangre y olía a alcohol. Su voz sonó contundente e intimidatoria: “Cállate, los hijos de los rojos sólo tienen derecho a vivir si mantienen su asquerosa boca cerrada”.
Ya había escuchado más veces eso de que mi padre era un rojo pero nunca pregunté lo que significaba. Tenía la certeza de que era algo que no se podía preguntar, algo que yo debería saber, pero nadie me lo había explicado.
Mi madre envejecía en la misma cocina de siempre, con la misma sombra de infortunio cruzando su semblante serio, el mismo moño, el mismo luto… Yo me había casado con el joven arrogante que le cruzó la cara al imbécil de Francisco, el incauto que durmió esa noche en el calabozo y al que su propio padre dejó de hablar por lo que había hecho. No sé si me enamoré por el golpe que derribó a aquel onagro apestoso, por su delicadeza al volverse hacía mi y preguntarme qué tal estaba segundos antes de que la porra de uno de los guardia civiles que acudieron inmediatamente chocase con violencia contra su cabeza manchando mi vestido blanco con su sangre, o por ir a esperarme al día siguiente al lavadero. Me acompañó hasta la puerta de mi casa y durante varias semanas fuimos el comentario de todo el pueblo. Tiempo después el cortejo terminó en boda.
Después de la Guerra la ley del silencio fue la orden no escrita que imperó en todas las casas. Nadie hablaba. El miedo, la vergüenza, el desencanto, la frustración, el dolor, la impotencia, el remordimiento… había muchas razones para no romper el silencio. Sin embargo yo quería saber. Puede que aprendiese a respetar ese silencio cuando mi madre me propinó una sonora bofetada el día que le pregunté el motivo de la muerte de mi padre. Me hizo jurar que nunca volvería a hablar de ese tema. Yo lloraba, lloraba y no comprendía nada.
Sabía que mi padre no había hecho nada malo, se lo había oído decir a mi madre cuando hablaba con Saturia, la vecina. Pero también sabía que había gente en el pueblo que decía que era un rojo. Yo podía desconocer lo que significaba aquello pero el menosprecio con el que lo decían no podía pasarme desapercibido. Desde muy niña me juré que nunca más pasaría por la plaza donde mataron a mi padre, la Plaza Mayor, justo enfrente del Ayuntamiento. Apenas tenía catorce años cuando me hice esa promesa y durante mucho tiempo la respeté más que a mi propia vida. Teníamos la casa cerca de la Plaza y para ir a comprar, si no quería pasar por ahí, tenía que dar un gran rodeo; pues tomé ese rodeo como mi camino habitual. Sólo falté a mi promesa en una ocasión, fue cuarenta años después.
A mi padre lo fusilaron por ser concejal republicano. Me lo contó José Luís, mi marido. La Guerra había comenzado unos días antes, Zaragoza ya pertenecía a los nacionales pero en mi pueblo, como en muchos otros, nada había cambiado. Ese día había pleno en el Ayuntamiento, los once concejales y el alcalde se quedaron boquiabiertos cuando la Guardia Civil irrumpió en el Salón de Actos. Eran conscientes de que ese momento podía llegar. La voz del sargento de la Guardia Civil sonó como un trueno amenazador, les exigían que le entregasen el mando del pueblo. Todos enmudecieron, no se lo podían creer, todo lo que se hablaba era cierto y estaba pasando ahí mismo. Justo en ese momento el alcalde se levantó, no era un hombre corpulento y su voz tenía mucha menos fuerzas que la del sargento, sin embargo, sus palabras mostraban serenidad y seguridad en si mismo: “Por el poder que me ha concedido la República les ordenó que me entreguen sus armas y abandonen la sala”. El sargento sonrió, levantó el brazo, apuntó y disparó. Al resto de concejales los fusilaron en la puerta del Ayuntamiento, para que lo viese todo el mundo.
Cuando conocí la verdad sobre la muerte de mi padre no pude evitar sentirme satisfecha de mi promesa. Nunca había vuelto a pisar la puerta de ese Ayuntamiento y no llevaba idea de volverlo a hacer.
El día que murió mi madre también nevaba. Conforme las campanas anunciaban la noticia con taciturnidad y letanía, mis ojos, pegados al cristal, observaban incrédulos cómo caían los primeros copos de nieve. La nieve me acompañó el día de la muerte de mi padre y, de nuevo, muchos años después, me presentaba su duelo en cuerpo presente. Es difícil llegar a convivir con una realidad como la muerte, de hecho dudo que alguna vez se aprenda. Nos la encontramos a nuestro alrededor durante toda nuestra vida pero nunca nos acostumbramos a ella. A pesar de que le llegue a todo el mundo. Hasta al Caudillo le llegó su hora, muchos pensaban que era inmortal y ya ves…
Tres años después llamaron a la puerta de mi casa. Era Andrés, uno de esos del PCE que llevaban toda la vida en la clandestinidad aunque todos sabíamos que era comunista. Me dijo que iba a haber elecciones en el pueblo, que por fin íbamos a poder elegir a nuestro alcalde y a nuestros concejales… la última vez que había sucedido esto mi padre había sido uno de los elegidos. Me pidió que fuese con ellos en la lista, que me presentase a las elecciones y que recogiese el testigo de mi padre. Yo permanecí callada, tal y como suelo hacer cuando no tengo nada que decir. Finalmente le prometí que lo pensaría.
José Luis no estaba de acuerdo pero yo ya lo había decidido. No sabía nada de política pero sabía lo que le habían hecho a mi padre. No era justo. Y quería que el pueblo me demostrase que creía que aquello había sido una injusticia.
El día de la toma de posesión del nuevo Ayuntamiento el Salón de Actos estaba lleno hasta la bandera. Todos los asientos estaban ocupados y la gente se amontonaba por los pasillos y se agolpaba en la puerta, el guirigay era ensordecedor. Fue mi único acto político, al día siguiente puse mi puesto en manos del Partido porque así lo habíamos acortado. Al ser la persona más mayor de todos los concejales, me correspondió hacer de Presidente en esta primera sesión. Cuando se pronunció mi nombre el Salón de Actos estalló en un efusivo aplauso que duró varios minutos, todo el mundo se levantó de su asiento, algunos de los presentes lloraban emocionados y otros lanzaban vítores e improperios contra el Régimen. Yo pensaba en mi padre.
El cáncer, la peor enfermedad que jamás ha conocido el hombre, se llevó a mi José Luís unos años después. A esas alturas ya no me sorprendió que en el cementerio comenzase a nevar. Hoy también nieva, puede que hoy sea a mí a quien le haya llegado la hora. Ya no tengo a nadie en este mundo, así que simplemente me dedico a ver pasar los días desde la ventana de la Residencia. A solas, siempre a solas. No me quejo, nunca me ha gustado hacerlo, todavía me queda la compañía de mis recuerdos y eso es un bien impagable. Aquí, en la Residencia, se ven muchas cosas, pero hay una que me parece insoportable, veo como se van desmigajando los recuerdos de otros hasta que quedan reducidos a la nada, parece que todo sigue igual pero un enorme vacío les convierte en otras personas… errantes por momentos.
Hoy miro por la ventana y veo caer los copos de nieve. No sé si serán los míos, es imposible saberlo, pero sí sé que hoy, o mañana, o pasado mañana moriré y que alguien, al mismo tiempo, se detendrá a mirar esa magia celestial llamada nieve.
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