El tiempo es el guardián de nuestras vidas, aquél que todo lo sabe y que nunca nos permite escapar de nuestra propia realidad. Siempre está presente, para mal o para bien, y nunca deja de inquietarnos con su pasear constante y silencioso. Desde el mismo momento en que nacemos nos ponemos en sus manos, temblorosos, y es él el que impone los condicionantes necesarios para que nuestras vidas tengan un significado global, generacional.
La mía es una generación aburrida, cuyos sueños vienen envueltos con papel de centro comercial y huelen a película americana, una generación que nació en una democracia en pañales y que creció pensando que la libertad era un bien natural que siempre había estado allí.
También es una generación que no sufrió los silencios del pasado, ni el aceite de ricino, ni la clandestinidad, ni los cabellos rasurados, ni el huir hacia el abismo, ni la sangre reseca en las mejillas, ni las risas en oscuros uniformes, ni el yugo, ni las flechas, ni los agujeros en los cementerios, ni las cunetas llenas de los nuestros.
Nuestros abuelos nos hablaron de la guerra civil ante el miedo contenido de nuestras abuelas. Nos hablaron de parapetos, de metralla, de frío, de miedo y de caminatas interminables por una España que se desangraba en dos. Algunos de nosotros tuvimos la suerte de encontrarnos en nuestra etapa escolar con uno de esos profesores del cambio en la enseñanza, de esos que nos enseñaron que hubo un pasado cercano que sabía de Caudé y de Bielsa, de la Cárcel de Les Corts y del asesinato de Lorca, de la Batalla del Ebro y del bombardeo de Guernika, de los paseos en la noche oscura y del dedo acusador hacia el vecino. Un pasado que sabía de todo eso pero que había callado de forma vergonzosa.
Yo tuve la suerte de tener un abuelo que me habló de todo aquello y, desde muy temprana edad, tuve la certeza de intuir el sabor de la injusticia. Celesto era el nombre de un valiente mando medio de una de las brigadas del ejército republicano ubicado en el frente asturiano, concretamente en la que combatió Salvador Cueto Del Valle, mi abuelo. Años después me narraba en la cocina familiar de nuestra casa en Calabrez (Asturias) la valentía y el arrojo de Celesto, las canciones que las gentes de las aldeas cantaban en su honor… pero nunca supo qué fue de él. Esa fue una de las primeras cosas que aprendí: que la guerra civil estaba plagada de victimas olvidadas, de héroes anónimos perdidos para siempre. También aprendí del silencio de tantos años de dictadura, un silencio cuya sombra todavía se sentía (y se siente) y que cargó de tabúes y engaños a aquellas generaciones encerradas en un lapso de tiempo de cuarenta años.
Ese silencio había que combatirlo y la mejor forma de hacerlo era aprendiendo, conociendo la verdad. A ello me dediqué durante años y me sigo dedicando a día de hoy. Pero después había que transmitir lo aprendido, había que romper el silencio y, para ello, había que recurrir a lo que siempre tenemos a nuestro alcance: la imaginación. Y me puse a escribir. Lo hice de forma desaforada, contando historias repletas de errores, golpeando la máquina de escribir que mis padres me regalaron con la adolescencia aún por estrenar. Y me fui desangrando en cada una de las líneas, dibujando narraciones que nadaban entre la ficción y la realidad, aprendiendo en cada sílaba, en cada errata. Y muriendo poco a poco cada vez que avanzaba.
Ese es el mismo camino que recorren mis amados Barricada, romper el silencio y hacer retumbar la verdad en los oídos que se abren ante sus acordes. Y es el camino que recorrió mi admirado José Manuel Montorio “Chaval” cuando escribió sus memorias y cuando recibió en su Borja natal a todo aquel que quiso escucharle… hasta que llegó su hora. Y es el camino que han recorrido novelistas, cineastas, historiadores, periodistas… Es el camino de la verdad, el que huye de un silencio impuesto del que la democracia no termina de desprenderse.
La libertad no puede menospreciarse, es el resultado de una lucha en la que la sangre se ha derramado a borbotones. La libertad es el agua que alimenta nuestras vidas y hay que cuidarla para que no termine por evaporarse para siempre. No podemos dejar de mirar al pasado. No debemos olvidar aquello que pretenden que olvidemos. Todos podemos romper el silencio, tan sólo debemos abrir nuestros sentidos a la verdad y no dejar nunca de llenar nuestra boca con palabras que no son heridas del pasado sino espejos donde contemplar el presente.
Mi abuelo siempre me llamó Celesto, quizá buscando la perpetuidad del recuerdo del compañero, quizá fue su manera de romper el silencio que envolvió a ese héroe anónimo para la historia. Hoy yo sigo siendo Celesto para que mi abuelo pueda seguir negándose al silencio, para que las historias que me contaba al calor de la cocina de leña nunca mueran y permanezcan para siempre haciendo retumbar la verdad.
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1 comentario:
creo que escribes muy bien,pero opino que si te interesa alcanzar la paz y conocer el silencio que tanto mencionas,deberias ocuparte mas del presente pues es lo unico que tu tienes,el pasado es solo algo en tu memoria,y ya se fue.
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