Ayer me desperté llorando sangre. Hace semanas que me ocurre. Puede que tenga algo que ver con estos profundos dolores de cabeza. No sé.
Me levanté como de costumbre, a las ocho y media de la mañana. La verdad es que no vivo nada mal. No me puedo quejar.
Llegué al despacho a las once, me gusta tomarme las cosas con calma, ¿de qué sirven las prisas? Siempre me espera una arrogante montaña de papeles que poco a poco voy venciendo con mi firma hasta hacerla desaparecer. Pero al día siguiente la misma maraña se vuelve a plantar ante mí cargada de arrogancia y, en más de una ocasión, ganando en volumen lo que yo pierdo en paciencia.
El sabroso aroma del café es mi recompensa, lo único que merece la pena en esta anquilosada existencia en que se ha convertido mi vida. Tan sólo mi rúbrica parece tener algo de valor. Palabras de otros se pasean ante mis ojos, yo las miro con desgana y les doy salida a todas. Es como si les diese la bendición. Podéis ir en paz.
Demasiado amargo. Odio cuando pasa esto. Tengo la profunda sospecha de que es esa chiquilla que entró en el servicio hace algunos meses. Pretende amargarme la existencia y golpea donde más me duele. En el café. Me gustaría darle un escarmiento… quizá algún día coja yo papel y pluma, quizá comience a dar ordenes. Como antes.
Ya están aquí. Vienen a por los papeles. ¿Por qué se molestarán tanto si siempre es lo mismo? Mierda de tontería que les ha entrado con la legalidad de los cojones. Hacen lo mismo de siempre pero conmigo y otros como yo apoltronados en oscuros despachos carentes de vida. Tiene gracia.
Sólo me queda uno por firmar. Que se esperen. Firmes e impolutos. No quiero ni que pestañeen.
Quizá debería cambiar este último nombre y poner el de la chacha esa que parece querer envenenarme con la mirada. No sé porque tengo que aguantarlo. Y, además, ¿a quién coño le iba a importar? Sería cambiar escoria por escoria.
Siempre me gusta demorar la última de mis obligaciones. Saborearla. Al fin y al cabo es lo mejor que tengo. Hoy volveré a tumbarme en la cama sin ninguna esperanza en conciliar el sueño. Y, por la mañana, volveré a ver mi imagen proyectada en el espejo del cuarto de baño. Ya nada tendrá sentido porque ya nada lo tiene. Tan sólo soy un esperpento envejecido de escamas malolientes y colmillos afilados, un depredador derrotado esperando que la muerte le sorprenda entre estertores, un desbocado precipicio que se ahoga poco a poco en silencio mientras contempla complacido cómo la sangre emana de sus cuencas oculares.
Ya pueden pasar. Está todo firmado.
Me levanté como de costumbre, a las ocho y media de la mañana. La verdad es que no vivo nada mal. No me puedo quejar.
Llegué al despacho a las once, me gusta tomarme las cosas con calma, ¿de qué sirven las prisas? Siempre me espera una arrogante montaña de papeles que poco a poco voy venciendo con mi firma hasta hacerla desaparecer. Pero al día siguiente la misma maraña se vuelve a plantar ante mí cargada de arrogancia y, en más de una ocasión, ganando en volumen lo que yo pierdo en paciencia.
El sabroso aroma del café es mi recompensa, lo único que merece la pena en esta anquilosada existencia en que se ha convertido mi vida. Tan sólo mi rúbrica parece tener algo de valor. Palabras de otros se pasean ante mis ojos, yo las miro con desgana y les doy salida a todas. Es como si les diese la bendición. Podéis ir en paz.
Demasiado amargo. Odio cuando pasa esto. Tengo la profunda sospecha de que es esa chiquilla que entró en el servicio hace algunos meses. Pretende amargarme la existencia y golpea donde más me duele. En el café. Me gustaría darle un escarmiento… quizá algún día coja yo papel y pluma, quizá comience a dar ordenes. Como antes.
Ya están aquí. Vienen a por los papeles. ¿Por qué se molestarán tanto si siempre es lo mismo? Mierda de tontería que les ha entrado con la legalidad de los cojones. Hacen lo mismo de siempre pero conmigo y otros como yo apoltronados en oscuros despachos carentes de vida. Tiene gracia.
Sólo me queda uno por firmar. Que se esperen. Firmes e impolutos. No quiero ni que pestañeen.
Quizá debería cambiar este último nombre y poner el de la chacha esa que parece querer envenenarme con la mirada. No sé porque tengo que aguantarlo. Y, además, ¿a quién coño le iba a importar? Sería cambiar escoria por escoria.
Siempre me gusta demorar la última de mis obligaciones. Saborearla. Al fin y al cabo es lo mejor que tengo. Hoy volveré a tumbarme en la cama sin ninguna esperanza en conciliar el sueño. Y, por la mañana, volveré a ver mi imagen proyectada en el espejo del cuarto de baño. Ya nada tendrá sentido porque ya nada lo tiene. Tan sólo soy un esperpento envejecido de escamas malolientes y colmillos afilados, un depredador derrotado esperando que la muerte le sorprenda entre estertores, un desbocado precipicio que se ahoga poco a poco en silencio mientras contempla complacido cómo la sangre emana de sus cuencas oculares.
Ya pueden pasar. Está todo firmado.